La espiritualidad se percibe en Oriente con muchas similitudes a lo que se cree en Occidente, pero con una forma totalmente diferente de hablar de ella. Por ejemplo, en términos de la filosofía oriental la identidad individual de una persona no es su ego.
La identidad es el viaje de autodescubrimiento que consiste en afirmar la propia individualidad y poder expresar todo lo que somos. Esto puede lograrse a través de la meditación, la oración u otras prácticas espirituales y recreativas que despejan la mente mediante la realización de una actividad que nos tranquiliza y nos lleva a la contemplación silenciosa.
El silencio no nos separa de nuestra esencia anímica. Al contrario, nos permite estar plenamente presentes y ser completamente nosotros mismos, sin la limitación de las palabras y las acciones. No pretende negar nuestra verdadera naturaleza espiritual. Por el contrario, es un momento de auténtica conciencia de sí mismo y de ser.
Diferentes tradiciones budistas se refieren al estado natural de la mente como un estado de iluminación. En las tradiciones sánscrita y tibetana también encontramos términos que hablan de una mente clara y abierta. En la filosofía tibetana, la iluminación o la energía despierta se denomina byang-chubs, literalmente pureza y plenitud.
Estar tranquilo, a gusto y en silencio constituye un estado mental que se produce de forma natural, a menos que haya algo que nos moleste. Estos obstáculos internos no pueden achacarse a los demás o a nuestra realidad externa. La vida siempre es compleja y rara vez es tranquila.
De hecho, estas obstrucciones no son más que hábitos, resultado del karma, que obstruyen la luminosidad libre e incondicional de la mente, como las nubes que cubren el sol en un día de verano. El karma no significa castigo. Es el resultado de las acciones anteriores. Son el resultado de lo que hacemos y de lo que nos sucede.
La meditación en la filosofía oriental se considera una ciencia de purificación de la mente, o yoga de la concentración. La meditación es una experiencia que, poco a poco, transforma la mente, conduciéndola hacia la sabiduría. Esta sabiduría no es más que la propia naturaleza de la mente, o la inocencia innata, el estado infantil, natural y flexible, pero con conciencia y madurez.
La meditación hace que la mente sea ágil y flexible, ayudándola a liberarse de contradicciones y miedos. La meditación transforma la mente en su pureza original a través de la respiración. Hacerla cada vez más sutil y relajada, hace que el cuerpo esté más relajado. Desbloquea las tensiones y obstrucciones que son formas concretas del karma, de las aflicciones mentales que provocan un vínculo físico y psicológico. Este proceso es una forma de desapego, de liberación del aferramiento y la tensión, que tiene un correlato análogo en nuestro pensamiento.
En la meditación silenciosa, el cuerpo se desprende de sus tensiones y se vuelve más ligero y fluido. La mente se libera de sus creencias e impresiones, fundamentalmente de la sustancialidad del yo. El cuerpo y el yo ya no se perciben como estructuras rígidas, sino como un proceso puro, flujos maleables de energía y conciencia, aliento puro o espíritu.
Y esta es la manera de saber que se está meditando con provecho: que el cuerpo se vuelve progresivamente menos tenso, pero, sobre todo, que la mente se vuelve más flexible y que el apego disminuye.
La persona que medita dentro de una tradición suele acompañar también su meditación con una filosofía y una serie de preceptos éticos, que naturalmente complementan la práctica. Así, la prueba estándar de que su práctica de meditación u oración está funcionando es la evidencia de la transformación y el aumento de la paz interior.
Nos sentimos menos dependientes de lo que ocurre a nuestro alrededor y menos preocupados por el futuro, y una aceptación de quiénes somos y dónde estamos. Es entonces cuando nace la posibilidad de la compasión.
La transformación espiritual más profunda consiste en aferrarse a algo, soltarlo todo y abrirse a la vida en su conjunto.