“Nuestros hijos pueden ser bien amados y seguir siendo ansiosos.
Pueden venir de hogares seguros y aún así estar ansiosos.
Pueden tener un horario razonable y aún así estar ansiosos.
Pueden tener buenos amigos y aún así estar ansiosos.
Pueden tener una fe fuerte y aún así estar ansiosos.
Pueden estar cubiertos de oración y aún así estar ansiosos.
Pueden estar durmiendo lo suficiente y aún así estar ansiosos.
Pueden haber tenido una infancia feliz y aún así estar ansiosos.
Pueden estar ilusionados por su futuro y seguir estando ansiosos.
Pueden tener expectativas realistas sobre sí mismos y seguir estando ansiosos.
Pueden ser buenos estudiantes, pero no excesivamente presionados, y seguir siendo ansiosos.
Como padres, queremos alguna garantía de que todo lo que tenemos que hacer es esto o aquello (o NO hacer esto o aquello), y nuestros hijos estarán asegurados contra la ansiedad.
Pero la ansiedad no respeta ni los horarios ni las finanzas ni las calificaciones ni la dinámica familiar ni el estatus social.
Podemos pasar tanto tiempo tratando de averiguar a qué y a quién culpar por la ansiedad de nuestros hijos que nos quedamos sin energía para la verdadera tarea que tenemos por delante: apoyar a nuestros hijos, guiarlos, encontrar recursos útiles, ajustar detalles de sus vidas si es necesario, y amarlos más ferozmente que nunca.
No estoy sugiriendo que normalicemos la ansiedad. Pero sí sugiero que le quitemos el estigma. Debemos respetar absolutamente la privacidad de nuestros hijos, pero si nos dan permiso para compartirla de alguna manera, les debemos hacerlo de una manera que no trate la ansiedad como si fuera algo de lo que nos avergonzamos. Porque si lo hacemos, ¿qué les dice eso a nuestros hijos ansiosos sobre lo que sentimos por ellos?
Tampoco estoy sugiriendo que aceptemos la ansiedad como algo inevitable. Pero sí sugiero que aseguremos a nuestros hijos que no son los únicos que están luchando en esta buena batalla y que si comparten esta parte de sí mismos con los demás, no se asustarán.
Y no estoy sugiriendo que no busquemos las causas fundamentales de la ansiedad, especialmente cuando no son obvias. Está claro que no podemos curar eficazmente si no sabemos qué está causando la enfermedad. Pero estoy sugiriendo que también hay otras cosas a las que prestar atención.
Nuestros preadolescentes, adolescentes y jóvenes adultos pueden centrarse tanto en preguntar “¿Qué me pasa?” que pierden de vista todo lo que está bien en ellos.
Sus puntos fuertes.
Sus talentos.
Sus victorias.
Su perseverancia.
Su compasión.
Su valentía.
Su determinación.
Sus sueños.
Sus objetivos.
Su esperanza.
Y su voluntad de hacer lo que sea necesario -con nuestra ayuda, apoyo y refuerzo de la verdad- para llegar al lugar donde puedan decir (y creer): “Tengo ansiedad, pero ella no me tiene a mí. La ansiedad forma parte de mi vida en este momento, pero no lo es todo. A veces tengo ansiedad, pero eso no es todo lo que soy todo el tiempo. Y quien soy, con y sin ansiedad, es alguien que el mundo necesita que sea”.