
“El mundo está lleno de sufrimiento, pero también está lleno de la superación del mismo.” – Helen Keller
La llamada telefónica llegó como una explosión silenciosa, destrozando la tranquila rutina de un martes por la mañana. Mi tío había fallecido, repentina e inesperadamente. Apenas unos meses después, antes de que esa herida pudiera siquiera empezar a sanar, mi mamá se fue. Su partida se sintió como un eco cruel, reabriendo heridas que apenas comenzaban a cicatrizar.
Recuerdo esos meses como un torbellino de ropa negra, susurros y un vacío punzante que impregnaba cada rincón de mi vida. El duelo se posó sobre mí como una manta sofocante, pesada y constante. No era solo el dolor de perderlos; era la sensación de que el paisaje entero de mi mundo había cambiado de golpe.
Mi primo, el único hijo de mi tío, de solo veintitrés años, vino a vivir conmigo. Estaba completamente perdido, sin la más mínima idea de cómo manejar un hogar, administrar dinero o siquiera cuidarse a sí mismo. En medio de mi propia niebla de dolor, me vi guiándolo a través de las tareas cotidianas de la vida adulta, en una lección diaria de cómo seguir existiendo cuando tu mundo se ha derrumbado.
Esos primeros días transcurrieron en piloto automático. Cada paso se sentía como avanzar con el cuerpo hundido en el lodo. Hubo momentos en que el peso de todo parecía insuperable, cuando la idea de volver a sentir ligereza o alegría alguna vez se veía como un sueño distante e imposible. Tenía el corazón hecho trizas y, por un tiempo, incluso sonreír o reír me parecía una traición a la memoria de quienes se habían ido.
Para colmo, las pérdidas no se detuvieron. Otros familiares queridos fallecieron con pocos meses de diferencia; cada partida fue un corte nuevo sobre un alma ya magullada. Sentía que el universo estaba poniendo a prueba mi capacidad de soportar dolor, empujándome al límite absoluto de lo que creía poder aguantar. Me convencí de que la felicidad –una dicha auténtica y libre de cargas– simplemente ya no estaba al alcance para mí.
Durante mucho tiempo habité ese espacio de quebranto. Mis días eran funcionales: cumplía con mis responsabilidades, cuidaba de mi primo y hacía lo necesario, pero por dentro mi espíritu permanecía inerte, como en hibernación. Iba pasando por la vida en modo supervivencia, convencida de que mi capacidad de sentir alegría se había dañado irreparablemente. De algún modo, abrazar la felicidad me hacía sentir desleal hacia las personas que había perdido.
Una mañana fría, mientras estaba de pie junto a la ventana de la cocina, me fijé en cómo la luz del sol matutino brillaba sobre el rocío de una telaraña en el jardín. Fue un instante fugaz y aparentemente insignificante, pero por una fracción de segundo, una diminuta chispa de paz –incluso de belleza– se encendió dentro de mí. Me sobresaltó, como si de pronto encontrara mi propio reflejo tras mucho tiempo a oscuras. Ese pequeño destello fue un recordatorio sutil de que, incluso en las sombras más profundas, aún puede haber luz.
Ese no fue el final milagroso de mi dolor, ni una epifanía que lo curara todo de inmediato. Pero sí marcó el comienzo de una lenta y deliberada salida de aquel abismo emocional. Empecé a comprender que sanar no se trataba de borrar el dolor, sino de aprender a llevarlo de otra manera. Se trataba de darle a la pena su espacio, permitiéndome sentirla, al mismo tiempo que poco a poco abría un nuevo espacio dentro de mí para que la vida volviera a florecer.
Con el tiempo, y apoyándome en distintas fuentes, logré encontrar el camino de regreso a la alegría. A continuación comparto algunas de las estrategias que me ayudaron en ese proceso de sanación:
Terapia: buscar apoyo profesional
Hubo un punto en que me di cuenta de que no podía enfrentar todo yo sola. Con temor y muchas dudas, decidí buscar la ayuda de un profesional. Iniciar terapia fue un verdadero punto de inflexión en mi camino de sanación. Por primera vez tuve un espacio seguro donde volcar todo lo que sentía, sin miedo a ser juzgada. Hablar con una terapeuta me permitió desahogar la tristeza y la rabia acumuladas; decir en voz alta lo que me oprimía por dentro fue liberador. Conforme pasaban las sesiones, empecé a sentir un alivio lento pero tangible, como si pudiera volver a respirar aire fresco tras haber contenido la respiración demasiado tiempo.
La terapia no hizo que el dolor desapareciera de la noche a la mañana, pero sí me dio herramientas para manejarlo. Con el apoyo profesional, aprendí a aceptar las olas de pena cuando venían, en lugar de luchar contra ellas o negarlas. También comprendí que no existe una forma “correcta” de llevar un duelo, ni un calendario fijo para “superarlo”. Dejé de exigirme estar fuerte todo el tiempo o de pensar que “ya debería estar bien”. Mi terapeuta me ayudó a entender que cada quien vive su proceso a su propio ritmo, y que permitirme sentir y expresar mis emociones era parte esencial de la recuperación. En resumen, buscar apoyo profesional me enseñó que no estaba sola en mi dolor y que es válido pedir ayuda cuando más la necesitamos.
Voluntariado: sanar ayudando a otros
A medida que iba recuperando algo de estabilidad, sentí la necesidad de darle sentido a tanto dolor. Una de las cosas que más me ayudó fue dedicar parte de mi tiempo a ayudar a otros. Comencé haciendo voluntariado en mi comunidad. Al principio, admito que apenas tenía energías, pero descubrí que al aliviar el sufrimiento ajeno, también estaba sanando mi propio corazón. El voluntariado me sacó de mi burbuja de pena por unas horas y me hizo sentir útil de nuevo. Ya fuera sirviendo comidas en un comedor social, acompañando a personas mayores solitarias o colaborando en alguna causa benéfica, cada pequeño acto de servicio me devolvía un sentido de propósito que creí perdido.
Ayudar a otros verdaderamente llenó mi alma de una manera que nada más lograba. Volví a sentir empatía, gratitud y conexión con la humanidad. En lugar de enfocarme únicamente en mi pérdida, el acto de voluntariar me animó a mirar más allá de mí misma. Conocí a personas que enfrentaban sus propias dificultades, y al brindarles apoyo también me lo brindaba a mí misma. Irónicamente, dando de mi tiempo y energía, descubrí que recibía mucho más: la satisfacción de ver sonreír a alguien gracias a tu ayuda, por pequeña que sea, resultó ser un bálsamo para mi corazón herido. Poco a poco, esa sensación de estar haciendo el bien encendió una chispa de alegría en mí. Me recordó que aún podía aportar algo positivo al mundo, y ese simple hecho comenzó a disipar la oscuridad que llevaba dentro.
Arte: expresión para liberar emociones
En mi proceso de curación, descubrí también el poder sanador del arte y la creatividad. Nunca fui una artista profesional, pero recurrí a la expresión artística como válvula de escape para mis emociones. Comencé a escribir un diario, vertiendo en páginas en blanco mis pensamientos más profundos, mi tristeza, mi ira y mis pequeños destellos de esperanza. Algunos días también dibujaba o pintaba, sin importarme la técnica ni el resultado, solo dejando que los colores y trazos expresaran lo que mis palabras no podían. Otras veces ponía música y cantaba canciones que me conectaban con mis recuerdos más queridos. Cada una de estas formas de expresión creativa se volvió un refugio para mi alma herida.
El arte me permitió decir, sin palabras directas, todo aquello que llevaba dentro. Cada trazo de pintura y cada frase en mi cuaderno se convirtieron en una forma de liberar la angustia. Había días en que pintaba manchas de color según mi estado de ánimo, y resultaba increíblemente liberador. No importaba si lo que creaba era “bueno” o no; lo importante era cómo me hacía sentir. En esos momentos de creatividad lograba estar verdaderamente presente, concentrada en el acto de crear en lugar de en mi sufrimiento. Poco a poco, esas prácticas artísticas me regalaron instantes de paz en medio de la tormenta emocional. De alguna manera, convertir el dolor en algo bello o con significado —una canción sentida, un poema, un dibujo cargado de emoción— hizo que recuperara la ilusión y el orgullo por algo propio. A través del arte recobré la capacidad de disfrutar y, con ello, un pedacito de alegría regresó a mi vida.
Conexión social: apoyarse en los demás
Por un tiempo, mi instinto fue aislarme del mundo. Me sentía agotada emocionalmente y sin ánimos de ver a nadie. Sin embargo, aprendí que la conexión con otras personas sería crucial para sanar. Poco a poco, comencé a apoyarme en mis seres queridos: familiares y amigos que, aunque no pudieran arreglar mi situación, sí podían acompañarme en el sentimiento. Al principio me costaba, porque creía que debía “ser fuerte” y no quería cargar a otros con mi tristeza. Pero en cuanto empecé a sincerarme sobre cómo me sentía, descubrí algo importante: compartir mi vulnerabilidad no me hacía más débil, sino que me unía más a las personas que me querían.
Al permitirme decir “no estoy bien”, abrí la puerta para que los demás me brindaran su apoyo y comprensión. Mis amigos me escucharon y me abrazaron en mis días de llanto, y también lograron sacarme alguna sonrisa en momentos que yo creía imposibles. Con mi familia pude recordar a los que se fueron, compartiendo lágrimas pero también risas al hablar de anécdotas y momentos hermosos vividos juntos; eso resultó increíblemente sanador. Esos lazos humanos se convirtieron en un ancla en medio de la tempestad. Entendí que no tenía por qué cargar mi dolor yo sola: recibir el abrazo emocional de los demás me dio fuerzas justamente cuando las mías flaqueaban. La conexión social –sentirme querida, escuchada y comprendida– fue uno de los pilares que me sostuvieron hasta que pude volver a encontrar estabilidad y, eventualmente, esperanza y alegría.
Espiritualidad: encontrando sentido y consuelo
En los momentos más oscuros, también recurrí a la espiritualidad en busca de consuelo y significado. Cada persona vive su espiritualidad de forma distinta; en mi caso, reencontrarme con mi fe fue un bálsamo imprescindible. Retomé la oración, esas conversaciones silenciosas con lo divino en las que derramaba mi tristeza, mi enojo y mis preguntas. Aunque las respuestas no llegaban de forma inmediata ni clara, el simple hecho de creer que había un propósito mayor detrás de tanto sufrimiento me aportó una pizca de paz. Sentía, muy en el fondo, que mis seres queridos no se habían ido del todo; que su amor y su esencia seguían conmigo de alguna manera que trasciende lo físico.
Para otras personas, la espiritualidad puede tomar la forma de meditación, de conexión con la naturaleza, de prácticas como el yoga o simplemente de una actitud de gratitud ante la vida. No hay una fórmula única. En mi experiencia, aferrarme a la idea de que la muerte no era el final absoluto me dio esperanza. Leí textos espirituales y reflexiones que me recordaban que incluso el dolor más grande puede transformarse, que forma parte de nuestro viaje humano. Practicar la gratitud por las pequeñas cosas que aún tenía –un atardecer, la risa de un niño, el apoyo de un amigo– también alimentó mi espíritu cuando más lo necesitaba. Esa reconexión con lo espiritual, con la sensación de que no todo dependía solo de mí y de que existe algo más grande cuidándonos, me brindó calma interior. Encontré un nuevo sentido: decidí honrar la memoria de quienes se fueron viviendo de la mejor manera posible, amando y ayudando en su nombre. Esa sensación de propósito y de acompañamiento trascendental me sostuvo cuando sentía que mis fuerzas flaqueaban, permitiéndome seguir adelante con más confianza hacia la luz de la esperanza.
Mirando en retrospectiva, me doy cuenta de que el camino de la pérdida a la esperanza me ha transformado profundamente. No puedo decir que ya no sienta tristeza –la ausencia de mis seres queridos siempre será parte de mí–, pero hoy, desde un lugar más luminoso de mi vida, puedo afirmar con el corazón en la mano que soy más fuerte y más feliz que antes. Y no es a pesar del dolor, sino en gran medida gracias a las lecciones que ese dolor me enseñó. Cada paso desafiante, cada lágrima derramada y cada momento de búsqueda interior contribuyeron a que me convierta en quien soy ahora: alguien un poco más sabio, más compasivo consigo mismo y con los demás, y con una renovada capacidad de apreciar cada momento valioso de la vida.
Si estás atravesando una oscuridad similar, quiero que sepas que el camino de regreso a la alegría es posible. No será rápido ni sencillo, y cada quien tiene su propio ritmo para sanar, pero un día –casi sin darte cuenta– comenzarás a sentir de nuevo destellos de luz. Apóyate en quienes te quieren; busca ayuda cuando la necesites; expresa lo que sientes, ya sea con palabras, con acciones solidarias o mediante alguna forma de arte. Ten fe, en lo que sea que tú creas, de que dentro de ti hay una resiliencia enorme. No estás solo en tu sufrimiento, y tu historia, al igual que la mía, aún tiene muchos capítulos por delante. Por muy hondo que sea el dolor que enfrentas hoy, recuerda que en este mundo todavía hay lugar para la esperanza y la alegría –y que tú también podrás encontrarlas de nuevo.**
Soy Espiritual, guía espiritual y terapeuta holística con años de experiencia en meditación, reiki, astrología y coaching, dedicada a ayudar a las personas a conectar con su esencia, sanar bloqueos emocionales y encontrar propósito. A través de soyespiritual.com, ofrezco herramientas como meditaciones, rituales y reflexiones para inspirar un camino de autoconocimiento, amor y plenitud, recordando a cada individuo que la paz y la alegría están dentro de ellos. Cursos Espirituales para el despertar de la consciencia.